El primer Vía Crucis de Europa se construyó hace algo más de seis siglos en la serranía de Córdoba, concretamente en la conocida como Torre Berlanga, adquirida por el beato dominico Álvaro de Córdoba (1360-1430) para fundar el convento de Santo Domingo de Scalaceli. El clérigo zamorano sintió la necesidad de revivir lo que había sentido en Tierra Santa en la peregrinación que realizó, junto a Rodrigo de Valencia, en 1419. El fraile eligió esa zona para instalar su congregación al recordarle el terreno a la topografía de Jerusalén.
El recorrido del Vía Crucis de la serranía cordobesa iba desde el convento de Scala Coeli hasta un monte situado al sur. A lo largo de ese recorrido el dominico emplazó unas representaciones pintadas con algunas de las escenas de la Pasión, y denominó a ciertos parajes del recinto con nombres que evocaban su estancia en Palestina. Mientras hacían el recorrido, fray Álvaro y sus compañeros meditaban los padecimientos de Cristo camino del Gólgota. El tener que recorrer las escenas una a una hacía que hubiera que desplazarse de un lugar a otro, introduciéndose el sentido procesional e intercalándose tramos en movimiento con contemplaciones, comentarios, oraciones y cantos.
Esta práctica fue todo un éxito, extendiéndose rápidamente por otros conventos de España y dando origen a una devoción al Vía Crucis que no tardaría en ser imitada por toda la cristiandad. Ejemplos de ello son los Vía Crucis del Monte Varallo, Romans-sur Isere, Fribourg, Lovaina o Adam Krafft en Nuremberg, todos posteriores al de Córdoba.
Aquel primer Vía Crucis no era como el actual. Hasta finales del siglo XVI no había una forma común de celebrarlo, aunque cada vez era mayor el deseo de unificar criterios en toda la cristiandad. La estructura que sigue en nuestros días la debemos a los escritos del holandés Christian van Andrichem (autor de la obra Jerusalem sicut Christi tempore floruit de 1584) y el jesuita Antonio Daza (con sus Exercicios Espirituales de 1625), quien lo dividió en catorce estaciones. Ambos pusieron por escrito lo que desde siglos se venía haciendo y transmitiendo de forma oral.
Pero no sería hasta San Leonardo de Porto Maurizio (1676-1751), franciscano que construyó quinientos setenta y dos Vía Crucis; Alfonso María de Ligorio (1696-1787), ambos italianos, y, en España, Diego de Cádiz (1743-1801), cuando adoptaría la forma actual.
Por entonces comenzaron a publicarse numerosos Vía Crucis impresos en pequeños ejemplares de pocas páginas con oraciones, jaculatorias y algunos versos. En España estos libros incluían la jaculatoria “Adorámoste, Cristo y bendecímoste, que por tu santa cruz redimiste al mundo”, que aún hoy seguimos rezando al inicio de cada estación. Esta oración era una de las que habitualmente era rezada por los fieles cuando asistían a la misa en latín, recitándola en el momento de entrar en la iglesia o al pasar ante una cruz.
Una vez fijado en catorce el número de estaciones del Vía Crucis, surgió gran variedad de modos de rezarlo. El primer modo era la forma privada y personal ayudándose de un libro; el segundo, una forma colectiva, con un texto al inicio de cada estación, una reflexión, una oración y la marcha hacia la estación siguiente, acompañada de un canto; y el tercero, el Vía Crucis en que la meditación u oración era en verso, acompañada de música.
Cabe señalar que este año se cumplen quinientos años de la llegada del Vía Crucis a Sevilla. Fue en la Cuaresma de 1521 cuando don Fadrique Enríquez de Ribera (1476-1539), primer marqués de Tarifa y Adelantado mayor de Andalucía, instauró su celebración, iniciándose en su propia casa y concluyendo el recorrido con la duodécima estación en la entonces llamada Huerta de los Ángeles, próxima al Humilladero de la Cruz del Campo, construido en 1380. Años más tarde, en 1630, cambiaría el recorrido del Vía Crucis, para comenzar en el retablo de mármol de la fachada de la Casa de Pilatos y terminar en el propio templete que construyeran los hermanos de la Hermandad de Los Negritos. Un total de novecientos noventa y siete metros, la misma distancia (mil tres cientos veintiún pasos) que separaban el palacio de Pilatos del Gólgota. Seria en 1720 cuando el número de estaciones se ampliaría hasta catorce.
A día de hoy se sigue celebrando dicho Vía Crucis cada Cuaresma, siendo presidido por la imagen titular de alguna de las hermandades de penitencia de la ciudad hispalense. Por las calles del recorrido, desde la plaza de Pilatos hasta el templete de la Cruz del Campo, se pueden contemplar azulejos con las imágenes que nos recuerdan las distintas estaciones.
Julio Casanova Merinero